ANDRÉS AIZICOVICH

La salvaje azul lejanía

24


ABR

04


JUN

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Una oportunidad
Pablo Katchadjian

Lo primero que uno podría decir es que todo resulta muy llamativo en esta muestra de Andrés Aizicovich, de modo que lo segundo podría ser preguntarse por qué y cómo es llamativo. Si algo es llamativo es porque nos hace pensar que no lo habíamos visto antes y que, quizá y por eso, podría iluminar algún aspecto de nuestra experiencia. Aunque “llamativo” no es la palabra correcta, porque puede dar la idea de “vistoso”, y si bien la muestra es vistosa, lo que quiero decir es algo diferente. La palabra correcta tal vez no exista: sería una que se ubicaría entre “excitante”, “extravagante”, “original”, “inquietante” y “sugestivo” sin ser ninguna de ellas. En cualquier caso, creo que lo que produce ese efecto es que las obras de la muestra no imitan nada sin por eso ser abstractas; o que no imitan nada y sí son abstractas pero no es la no imitación lo que las vuelve abstractas sino otra cosa que habría que pensar qué es. Esta no es la aproximación más interesante, pero es un camino. Hay, también, otra cosa que colabora en la producción del efecto: una especie de criterio general que podría traducirse en la frase “dar una oportunidad”. “Oportunidad” en un sentido contrario al que suele usarse en el mundo de los negocios: no aprovechar oportunidades sino darlas y dejárselas dar. Voy a tratar de explicarme, o más bien de pensarlo.

La muestra está compuesta por dos, podría decirse, series: los artefactos y las pinturas (que no son “pinturas”, pero equivalen a eso, podría decirse). Los artefactos son los más vistosos y, por contraste, las pinturas más bien parecen esconderse en las paredes. Es difícil hablar sobre los artefactos, porque ¿qué son? ¿a qué apuntan? En primer lugar, no sirven para nada, en el sentido de que no hacen nada. Pero sin embargo toda su estructura es la de la utilidad, es decir, parecen ser máquinas en las que entra algo para salir transformado. ¿Pero qué sería lo que entra? Algunas tienen orejas y cornetas, por lo que uno podría decir que procesan información auditiva. Otras tienen lenguas, manos, ojos, por lo que habría que hablar de los sentidos en general. Pero eso es muy vago. Aizicocivh me habló de “funcionalidad inaprensible”, y eso, sumado a la referencia general de la muestra a la arqueología, me hizo pensar en el llamado “mecanismo de Anticitera”. Hace unos cien años, cerca de una isla griega llamada Anticitera, un grupo de buzos recolectores de esponjas encontró en un barco hundido, junto a estatuas, joyas y monedas, los restos corroídos de una máquina misteriosa. Los arqueólogos llevan ya cien años tratando de entender cómo funcionaba el mecanismo, y siguen con dudas, sobre todo porque faltan partes (unos dos tercios). Pero, en cualquier caso, ayudados por computadoras que hicieron modelos tridimensionales, determinaron que probablemente el complejísimo sistema de engranajes de dos mil años de antigüedad era una calculadora astronómica y, por lo tanto, “la primera computadora analógica del mundo”. Es otro caso de funcionalidad inaprensible, pero al menos, si bien no terminan de entender cómo funcionaba, sí creen saber para qué se usaba.

La muestra en general, decía, parece hacer referencia a la arqueología como una de las cosas que la informa. Las pinturas de manos lo confirmarían. Las pinturas de manos en las cavernas son otro misterio aun mayor que el mecanismo de Anticitera, en parte porque son mucho más antiguas y los seres que las hicieron nos resultan más enigmáticos. La pregunta es la misma: ¿para qué servían? Quizá para nada. Se presume que eran rituales, como ocurre cuando no se entiende para qué servía algo. En cualquier caso, las manos de las cuevas son, hasta donde se sabe, las pinturas más antiguas que existen. Y siguen siendo fuente de especulación. Por ejemplo, un estudio reciente comparó la longitud de los dedos índice y anular de las manos pintadas y llegó a la conclusión de que la mayoría pertenecían a mujeres (o quizá niños, o quizá adolescentes). Otros estudios se concentran en un gran número de manos a las que parecen faltarles falanges y especulan sobre esto: las hipótesis van desde que son bromas de adolescentes –que doblaban sus dedos al pintar– hasta que había rituales de amputación de falanges. Es decir, las manos ponen en actividad la imaginación sobre culturas de las que no se sabe prácticamente nada. Ni siquiera se sabe, en algunos casos, si los autores eran homo sapiens o neandertales. La hipótesis más reciente (de hace menos de un mes) sobre el arte rupestre paleolítico es sugestiva: propone que quienes pintaron las cuevas lo hicieron en estado de hipoxia, es decir, con falta de oxígeno producida por el fuego de las antorchas en las cuevas profundas; este estado de hipoxia los o las ponía en una especie de trance alucinógeno y de ese trance salían las pinturas: las paredes de las cuevas eran el contacto con el otro mundo; los o las artistas no iban a pintar sino en busca del trance cósmico; luego, en ese trance, pintaban.

Uno podría decir que todo lo que se hunde en la historia se vuelve abstracto porque se pierde su sentido práctico. El sentido práctico se pierde porque no se lo puede ver. La sedimentación de la historia produce una funcionalidad inaprensible, porque se parte, naturalmente, de que todo sirve para algo. Y ahí, en esa inaprensibilidad, aparece la imaginación para especular sobre el sentido. Algo parecido pasa con esta muestra de Aizicovich, aunque hay una diferencia importante que es reveladora: al citar la historia, la muestra hace evidente que el arte logra la finalidad inaprensible sin necesidad de la historia, es decir, sin necesidad de que el tiempo borre el sentido práctico. No siempre, claro, porque hay obras que se postulan de entrada con una utilidad transparente (aunque incluso esas…). Pero cuando no ocurre así, la pregunta que está de fondo, aunque uno no se la haga, siempre es: ¿para qué sirve esto? ¿Para qué sirve la muestra de Aizicovich?

Confieso que la cuestión de la utilidad del arte me atrae mucho, quizá porque no se puede responder con certeza. Como todo el mundo sabe, existe la postura de que el arte no sirve para nada, y esto, según quién lo diga o en qué contexto, puede ser un elogio o una crítica. Cuando, en cambio, se dice que el arte es útil, suelen postularse cuestiones generales: legislador no reconocido del mundo –era la poesía, pero se aplica igual–, develador de lo irracional oculto en la razón, explorador de la sensibilidad, etc. Todo esto está bien. Pero, pienso ahora, habría que responder de manera específica: ¿para qué sirve esta muestra de Aizicovich? La pregunta es doblemente válida, porque los artefactos mismos la plantean: ¿para qué sirvo?

Esto es una oportunidad. Porque si la muestra nos pregunta, ansiosa, “¿para qué sirvo?”, nosotros debemos poner en actividad nuestra imaginación. No estoy diciendo que la muestra sirva para poner en actividad la imaginación, eso sería muy general: estoy diciendo que la muestra nos da esa oportunidad casi como una exigencia, es decir, que nos da la oportunidad de no poder evadir una situación que hubiésemos evadido. Debemos respondernos, entonces, para qué sirve. Lo primero que se podría decir es que la consigna de la muestra podría formularse así: “Demos una oportunidad a otros mundos posibles”. Un mundo posible que es una fantasía informada por la historia. Pero esto también sigue siendo general. Lo general se vuelve específico si vemos, por ejemplo, las patas de las esculturas: toda la delicadeza técnica y fantasía planeada de las esculturas contrasta con las horribles patas sobre las que se sostienen: patas viejas de baterías o de sillas de diseño industrial escandinavo que a Aizicovich –esto lo noté hablando con él– le producen un extraño placer. El placer del contraste, porque son piezas de otro mundo sobre bases de este mundo. Puede sonar un poco cursi, pero creo que lo cursi aparece ahora para darnos la oportunidad de entender la utilidad (la utilidad siempre es cursi, podría decirse, y la inutilidad elegante). Así que la consigna completa podría ser: “Demos una oportunidad a otros mundos posibles sobre las horribles bases de este mundo”. O: “Demos una oportunidad a las horribles patas para que sostengan otros mundos”. ¿Qué mundos? Me parece difícil de responder, porque son mundos inaprensibles e inimaginables, como los mundos que pintaron las cuevas. ¿Se mutilaban las manos con orgullo? ¿Las mujeres pintaban las cuevas mientras…? ¿Los adolescentes se divertían? ¿Estaban fuera de sí? Hay espirales, también, en las pinturas. El espiral es un símbolo del pasaje entre dos mundos, porque no hay nada más fácil que pasar de un lugar al otro siguiéndolo: el espiral mismo nos absorbe y nos lleva por su recorrido hasta el otro mundo. La pregunta que queda después de ver la muestra, me parece, es esa: ¿qué mundo? Y es bastante, porque en un contexto de fantasía apocalíptica donde, como se suele citar (a Jameson), es más fácil imaginar la destrucción del planeta que el fin de capitalismo… Bueno, quiero decir que esa podría ser la utilidad.

Pero estoy seguro, al mismo tiempo, de que Aizicovich no pensó en esta utilidad en ningún momento, y por eso la muestra no es cursi: llegó a la utilidad desde otro lado, sin buscarla. Así los poetas de Platón amenazaban las leyes. ¿Desde qué lado? Creo que Aizicovich se dio una oportunidad y les dio una oportunidad a toda una serie de fantasías, imágenes y técnicas que, con capricho no del todo adulto (serio, burgués), insistían en aparecer. Creo esto por dos cosas. Primero, porque me parece que es un tipo de fantasía que no puede existir si no se la da la oportunidad. Segundo, porque sobre esa oportunidad aparece un exceso, como si uno diera y se diera la oportunidad y después empezara a sentir placer en la proliferación de las cosas a las que les dio la oportunidad. Porque, por ejemplo, las pinturas de las manos, hechas de la manera más primitiva, son un exceso: su mano apoyada, un imán y limaduras de hierro. O el volcán pintado con granitos de café pegoteados: un exceso de oportunidad. Y, sin embargo, y este es quizá el mayor mérito estético –o la mayor sorpresa, o lo más llamativo–, ni Aizicovich ni la muestra se jactan de ese exceso. Y es que no habría motivos, ya que sentir placer en la proliferación de las cosas a las que se les dio una oportunidad es, más que un lujo, una fantasía social. Esta es la utilidad que encontré yo, pero imagino que a quienes recorran la muestra se les podrán ocurrir otras. O ninguna, pero ahí ya sería otra situación.

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